En 1971, el National Institute for Mental Health estadounidense produjo un delicioso corto psicodélico para educar a los niños en los peligros de las drogas. El efecto que consigue es justo el contrario al deseado.

A estas alturas, las campañas de prevención del consumo de alcohol y drogas se han convertido en un género publicitario en sí mismo. Y a pesar de la experiencia acumulada durante décadas, sus defectos suelen ser siempre los mismos: las que no pecan de inocentes, fallan por querer pasarse de impactantes o por quedarse en el terreno de la parodia exagerada y risible. Rara vez consiguen recrear de forma creíble la experiencia y los efectos de consumir esas sustancias que denuncian, y en pocas ocasiones logran generar la empatía a corto plazo que se persigue.
Lo cierto es que resulta complicado encontrar un tono adecuado para que esos productos cumplan su función sin despertar la burla o el asco de la mayoría. Y existe la dificultad añadida de tener que adaptar ese mensaje a los diferentes grupos de población que, tarde o temprano, van a tener que enfrentarse a la tentación de la droga. ¿Cómo lograr de forma efectiva que los jóvenes se sientan identificados con los mensajes que se les lanzan? ¿A partir de qué edad hay que hacer ese esfuerzo de concienciación? ¿Hasta qué punto es legítimo deformar la realidad para conseguir el fin de la prevención?
Los productores del corto “educativo” que hoy recuperamos pensaron que, en plena resaca de la era hippie, la mejor manera de concienciar sobre los efectos perniciosos de las drogas era crear un film de animación deliciosamente psicodélico que recrea una velada de descubrimiento y consumo politoxicómano. Y lo hace a través de una experiencia onírica basada en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas de Carroll. En el espacio de doce minutos, la inocente protagonista se ve envuelta en un viaje narcótico en el que no falta de nada: cigarrillos, alcohol, anfetaminas, marihuana, speed, LSD, heroína... Todo acompañado de una música entre fantasmagórica y expansiva, a medio camino entre la psicodelia que inventa mundos y los experimentos protoelectrónicos con sintetizadores analógicos, que hará las delicias de cualquier amante de los catálogos de Trunk o Ghost Box. Vean.
Producido por el National Institute for Mental Health estadounidense en 1971, el corto parece el tipo de producto que podría entretener a los seguidores de Timothy Leary entre trip y trip de ácido, o a los fans de Monty Python, pero lo cierto es que estaba dirigido a niños de entre 8 y 10 años.
Excitar la imaginación de los niños por la vía visual, a través de personajes fictios sin conexión con el mundo real y sin apenas aportar información objetiva sobre las drogas que se citan no parece la mejor manera de educar en la prevención. Entre tanta pirotecnia visual, cuesta concentrarse en los tonos oscuros del monólogo interior de la protagonista. La sensación que queda al final del filme es la de haber sido testigos de un viaje alucinante, divertido, que alimenta la curiosidad. Porque, a esas tiernas edades, ¿quién no querría vivir las mismas aventuras que esta Alicia?

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